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El pequeño Lemus se pone impertinente de nuevo, el joven Ortuño lo pone en su sitio y Mr. Yépez remata

Disparen sobre el crítico
("o póngale la cola al burro", chascarrillo de la titular de este blog)
No hace mucho se organizó, en un festival olvidable, una mesa redonda sobre la crítica literaria. Entre los ponentes había un par de narradores, un poeta, algún espontáneo: ningún crítico literario. Justo ahora se celebra –¿o perpetra?– en Guadalajara la así llamada Feria Internacional del Libro. Si uno lee la lista de los actos públicos, encontrará narradores, poetas, dramaturgos, funcionarios, niños, niñas, más funcionarios: muy pocos críticos literarios, a veces ninguno. ¿Qué pasa? Para decirlo sin matices: que el crítico –o mejor, la crítica– es el enemigo.
Claro, todos los tiempos han sido miserables. Pero antes, incluso en medio de la miseria, la crítica era parte del juego. Los editores preferían que sus libros fueran reseñados antes que sus autores entrevistados. Los escritores aspiraban a aparecer en la sección de libros de una revista y no en el radio o la tele. Uno publicaba un libro para que este fuera discutido y no amablemente “presentado”. En fin, que los festivales literarios y las ferias del libro tenían, entre su paja, algo de debate y crítica y literatura. No eran, como son ahora, meras fiestas de una industria.
Claro, idealizo el pasado. Pero me quedo corto en cuanto al presente: la cosa está jodida. ¿Otro ejemplo? Los suplementos culturales, cada vez menos y menos significativos. Si algún sentido tienen estas publicaciones es atizar la discusión literaria. Los narradores y poetas no sufren mucho si mueren o adelgazan los suplementos literarios y las revistas culturales: de todos modos aparecerán sus obras, tarde o temprano, en forma de libros. Pero las reseñas o aparecen allí o no aparecen. ¡Y mejor que no aparezcan! Para qué dejarle espacio a la crítica cuando de lo que se trata es de publicar y vender y, ante todo, celebrar. Celebrar que este escritor cumple ochenta años. Que esta escritora cincuenta. Que este libro conjuga efectivamente los verbos. Que este otro no lo hace. Que esta señora ni lee ni escribe y ya lleva tres o cuatro libros publicados. Bravo.
Es jueves y no llueve y estoy cansado. Me da pereza abandonar la queja para ponerme a pensar con calma el asunto. Mejor terminar con una advertencia, desde luego que alarmista. Hubo un tiempo en que la Literatura –concedámosle, esta vez, la mayúscula– era una partida jugada entre cuatro participantes: el escritor, el editor, el crítico, el lector. Ya se ha visto que el crítico ha caído o está a punto de ser derrumbado. La próxima víctima, digo yo, es el escritor. Que se entienda: los escritores son prescindibles. De hecho, las grandes editoriales ya han empezado a prescindir de ellos. Los genios de la mercadotecnia editorial han encontrado maneras de producir libros sin tener que emplear escritores ni renovar la literatura: o adaptan guiones cinematográficos o multiplican los tomos escritos por politiquillos o simplemente traducen o contratan a un redactor capaz de escribir los libros que un empresario analfabeta o una retardada encueratriz presumirán como suyos.
Si exagero, me da lo mismo.
Como si uno fuera a andarse con prudencia ante los mercachifles.
- Rafael Lemus

Respuesta de Antonio Ortuño

Señoras, señores: tenemos un consenso. Entre la nueva crítica literaria mexicana, el consenso es que la nueva narrativa mexicana es zonza, menor, inmunda o, cuando menos, pérfida.
Vaya: quizá esa dichosa “nueva narrativa” merece que la vapuleen. Sí: sobran autores jóvenes que combinan superficialidad con idiotez, limitaciones verbales con ambiciones de bestseller, arrogancia con mala precocidad. Sí: al menos entre los nacidos en los setenta y ochenta, escasean las obras de valor. Se exaltan tradiciones desechables, se esgrimen referentes sobreuntados de pop, se proclaman estéticas carcomidas o procedimientos francamente simplones. No parece haber en el tablero muchos asaltos al lenguaje, muchas reinvenciones de la expresividad, muchos genios retóricos.
Pero excepciones existen. Yo incluiría textos variopintos de setenteros como David Miklos, Guadalupe Nettel, Alain Paul Mallard, Emiliano Monge, Heriberto Yépez, Yuri Herrera, Nicolás Cabral o Vivian Abenshushan entre lo más interesante que ha producido la narrativa mexicana en años recientes. Y hay más nombres citables que pueden echarse a la discusión (Martín Solares, Jaime Mesa, Daniela Tarazona, Mariño González...)
Y las obras redondas, aunque insuficientes todavía, existen: Miklos propone, en su trilogía inaugural de novelas, una suerte de minimalismo extremo que no viene ni de la noveau roman ni de Bellatin y que alcanzan una perfección notable; Nettel ha escrito, con Pétalos, una de las colecciones de cuentos más verbalmente delicadas y narrativamente perfectas que se han visto en estos lares en años; Yépez la emprende a patadas con las road novels en su nuevo libro, Al otro lado, y desvanece la extendida acusación de que lo suyo es solamente el ensayo; Yuri Herrera, con Trabajos del reino, ha escrito seguramente la única novela de narcos con valores épicos y estéticos notables fuera de algunos trabajos de Élmer Mendoza...
Ahora bien: ¿qué es lo que pasa por la cabeza de los nuevos críticos? ¿Se justifica el discurso inquisitorial que manda a todos los narradores jóvenes al bote de la basura? No: basta hojear cualquier revista cultural para darse cuenta que el problema son los propios críticos. Veamos: para empezar, la reseñita rabona (que no la crítica de largo aliento) es el género favorito de las revistas. La publicación de trabajos de creación se ha extinguido y dominan el panorama los “análisis” de dos mil caracteres con chisguetito de veneno incluido. Cualquier asno con un par de autores a medio digerir en el cerebro emite dictámenes de desprecio con una suficiencia que ya quisiera el Papa para una Misa de Gallo.
Pero eso sí: ¿dónde están los estudios a fondo, las subversiones de las artes desde las ciencias sociales, la relectura y refutación de tal o cual canon, la renovación del lenguaje desde la teoría? No: eso no está en las revistas ni en la mesa de discusión. Porque no hay un solo neocrítico con obra seria publicada, ninguno que haya emprendido un trabajo más complejo que reunir una colección de reseñitas y hacerla pasar por libro.
Rafael Lemus, que es seguramente el más reconocido crítico joven del país, ha publicado hasta esta fecha solamente un trabajo en forma de libro, que es además una colección de experimentos narrativos y no una obra crítica que vertebre sus muchos reparos.
¿Si nadie se toma la molestia de reconstruir trayectorias estéticas rastreando relatos sueltos en publicaciones varias, por qué ha de suponerse que la crítica puede limitarse a existir como sección de clasificados de algunas revistas y jamás llegar a materializarse en forma de libro? Pues porque escribir un libro es, siquiera mecánicamente, un trabajo arduo, y en cambio un maquinazo reseñero lo da cualquiera.
¿Tenemos una narrativa joven de segunda? Pues quien lo sostiene es una crítica joven de tercera.
- Antonio Ortuño

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Opina Heriberto Yépez


Tomado de su columna "Archivo Hache" del suplemento "Laberinto" de Milenio

Rafael Lemus y Antonio Ortuño debatieron en un blog de Letras Libres. Lemus dice que la narrativa actual es tan mala que a los críticos ya no se les invita a los festivales. Ortuño respondió que la crítica de los setenteros es tan implacable como inepta.
Esta generación no diferencia entre criticar y condenar. Supone que el crítico es un vocero que debe sentenciar a muerte o perdonar la vida. Diario Oficial del Whos’ Who Nacional.
Visión capitalista y cristiana de la literatura, su autoritarismo deriva de una obra propia que aún no termina de cobrar forma. La postura ya la tienen. Tradicionalista, respetable, polemizable. Pero postura sin obra se vuelve pose fija. Seamos pacientes: esperemos sus libros. Y si ellos son inteligentes, ignorarán nuestras expectativas.
Los setenteros ejercen la crítica como cat fight. Diminutear al otro, exigirle que haga lo que tú nunca, costumbres sobadísimas.
Sin teoría. Cuando uno la rehúsa: sano pragmatismo. Cuando toda una generación dice no necesitarla: huevonera generalizada.
No creen que la literatura avance. Son retro-posmos clavados con las críticas (europeas) al concepto (europeo) de Progreso (europeo). Son congruentes: hacen una literatura que, efectivamente, no avanza.
Una generación innovadora salta. La narrativa de esta generación no deriva de pasiones drásticas sino de literatura compatriota. Son intraliterarios.
En lo social, es gemela de sus coetáneos. Los escritores de esta camada piensan igual que el respectivo post-68chazo. Guangos y demasiado normalizados, más que una generación, una pausa. Disidentes de nada, no les queda otra que alardear su desgano.
¿Sabiduría? ¿Saber? ¿Cultos? Si se les aplicara una prueba nacional —como a los profesores o a los policías— la reprobarían.
No tienen obra: colaboran. El libro perdió importancia. Pero no por internet sino por las revistas. Los libros los compilan de ellas. Para que los reseñen en una revista. Y esas reseñan se vuelvan los libros del vecino crítico.
No narran: estilizan. Su narrar no urge. Su tinta no es adrenalina. “Escriben”.
No critican: opinan, juzgan. No son ensayistas. Su reseña es su forma de conciliar la moralina y el mercado dentro de una misma capitulación que se capitaliza.
Pero no se puede escribir todavía de esta generación. Apenas poseen dos o tres libros —cuando no ninguno— y todavía no maduran ni se han vuelto heterodoxos de su mundo. Los escritores solían enfrentarse a su sociedad a edad temprana. Quizá esta generación —a la que la rebeldía le pareció sobrante— practique lo inédito: una madurez insurgente o, al menos, una vejez combativa.
Pero lo dudo. Esta generación se quedará sin voz. Y, lo peor: no había razón. Escribían bien, demasiado bien, pero no se aventuraron a unir escritura y vida, cuerpo y literatura. Y ellos lo saben. ¿Y ellas? Serán la sorpresa.

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