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¿Una nueva Edad Media?

El periodista sonorense radicado en Guadalajara, Jalisco, Francisco Arvizu Hugues, dió su autorización para reproducir íntegro un texto publicado el 22 de agosto del 2004 que resulta escalofriantemente profético.

Con un apagón multitudinario, la sociedad desconectada se escapa a toda metáfora: las tinieblas revitalizan el ritmo plano, la unidimensionalidad del cosmos a la mano y al resurgimiento de la razón teológica, propios de la Edad Media histórica.
Hace tres decenios fue lanzada una propuesta, que emanó de un grupo de sociólogos y semiólogos italianos, que se antojó ilusoria, de cara a los espacios de un mundo post New Deal (signado por el jipismo), viviendo la resaca de Vietnam e ignorante, aún, de las cortinas por abrirse en Watergate: los avisos de una Nueva Edad Media, recopilados en un volumen, hoy nada añejo, de Alianza Editorial. Umberto Eco, Furio Colombo, Franceso Alberoni y Giuseppe Sacco fueron los responsables. Distancia de por medio, sus “profecías”, ¿ahora son realidad?

Las anticipaciones apocalípticas respecto una humanidad amenazada por el colapso, no son nuevas; han permanecido fieles a la estabilidad de una realidad sujeta al orden, la razón y el progreso. Eso es lo creíble, pues a raíz de los acontecimientos vivenciados (desde él cómodo sillón de la “sociedad del espectáculo”, honor a Guy Debord), a través de imágenes y sonidos, en un amplio sector de Estados Unidos, lo “impoluto” de Nueva York y anexas, una vez más sujeto a pruebas, y del sur de Canadá -Montreal, con su modernidad de patente separatista-, hacen cavilar sobre el que no faltaba razón a los teóricos mencionados: la línea ascendente de la civilización puede ser reversible. Con un apagón multitudinario, la sociedad desconectada se escapa a toda metáfora: las tinieblas revitalizan el ritmo plano, la unidimensionalidad del cosmos a la mano y al resurgimiento de la razón teológica, propios de la Edad Media histórica.

Recuerdos de las consejas

“La Edad Media ha comenzado ya”, escribió Umberto Eco. Allí está consumada su insignia, sólo bastaría saber “si se trata de una profecía o de una comprobación”. Los principios de autorregulación administrativa (la ciudad, en primera instancia) ya habían sido puestos en la picota antes, por Roberto Vacca, sobre la base de la amplitud de los sistemas tecnológicos, incapaces -según Vacca- de ser controlados individualmente, lo que traería como consecuencia una paralización y un retraso en los progresos de la civilización industrial. Si se toma en cuenta el tiempo transcurrido, los avistamientos de Vacca, como los refrendos enalzados por Eco y acompañantes, no eran una exclusiva avanzada de las “utopías negras” (en la tradición abierta por Ernst Bloch, en El principio esperanza), sino de una posibilidad implícita en la dinámica de la producción de mercancías, la extensión de la aldea global y la consecuente hipertecnologización de la vida cotidiana, escenarios reconocibles en, por lo menos, un decenio a la redonda.

Ahora, independientemente de los recursos del pensamiento mítico en la epidermis de lo actual (la religión ya no como escape, sino como razón vital; el libro de autoayuda que suplantó al tratado científico y al análisis filosófico profundo; el rumor, que borra toda posibilidad de objetividad informativa), el conflicto provocado por los maxiapagones territoriales hacia mediados de 2003 en Estados Unidos y en Canadá no eran una Terra incognita, dado que un pretérito, 1965 y 1977, en pista de Broadway, eclipsaría todo optimismo. Uno de los aspectos destacados por la prensa y los media (bendito latinajo en cursivas que globaliza la imagen y los sonidos, para salir del paso) fue lo insólito de la no desbandada de la normalidad social -el nomos de la ley razonada- para sacar instintos a un primer plano. Es que el tiempo no pasó en vano para la mente “americana”, Alexis de Tocqueville mediante. El parteaguas del 11 de septiembre de 2001 (so far, so close!) hizo de la neurona desbocada y el fondo tribal de la personalidad un remanso de bonhomía: nada de saqueos a supermercados, pues la hermandad políticamente correcta del “buen afromaericano” en camaradería abierta con el gringo WASP (blanco, anglosajón y protestante) a veces rebasa la bidimensionalidad de la pantalla de Friends y Cheers. Por fortuna, terminó la era de Acuario.

La amenaza de los virus

Vertiente del mundo cibernético, a imagen y semejanza del mundo biológico micromolecular, es el pavor frente los virus, hoy transmitidos por la hamaca digital de las redes de Internet. Un virus no se fragmenta, un elemento de él es más que suficiente para desbocar software, enloquecer directorios de usurios y terminar en modalidad de Spam (vocablo que recuerda a embutidos), una simple dirección electrónica, que al abrirse el archivo adjunto, trastornada en torpedo virtual con daños reales. Sus metas: la inmovilización. Al declararse la derrota (del usuario de la computadora-ordenador), el vacío aterra y amenaza al individuo, como los demonios suspendidos en el aire que Angelus Silesius veía al contraluz de un rayo vespertino, en la tibieza de una Edad Media preñada de horrores y claroscuros. Son los silencios de un demonio medieval, idénticos a la desconexión moderna. Carreteras de información inutilizadas, ataques de la masa, correos electrónicos infectados con attatchment de pilón, contra buzones de e-mail. Individuos a la deriva, no será el último ni el final de los ataques de los virus computacionales. Toda explicación sale sobrando, de cara a la premodernidad (una Edad Media sin Renacimiento) del pavor de cara a los virus, que hacen de las suyas ante las miradas contra pantalla: nuevo apotegma (¿paradoja?) de Aquiles y la tortuga, el alcance que nunca llega. Están no sólo en el aire, pues, a la manera de los bichos invisibles adosados a Masa y poder, de Elias Canetti, constituyen un enemigo al alba, sempiterno y vigilante.

Estabilidades a prueba no superada

Años después a la publicación del Manifiesto Comunista (1848) por Karl Marx y Friederich Engels, la caracterización de la sociedad moderna, es decir, burguesa, respondió a la de un orden pendiente del hilo de la destrucción. “Todo lo que es sólido se desvanece en el aire”, se lee al interior del célebre documento. En otras palabras, cualquier asidero real conlleva los elementos de su negación, lo que en términos hegelianos se remitía a una superación de lo precedente. Una de las polémicas más fructíferas del siglo XX, como una centuria dejada al garete de la memoria, se dio a inicios de la década de los años 80, cuando las posturas encontradas, con el germen común del pensamiento dialéctico, inspirado o avalado por la imagen tonante de Marx y el rostro amable de Engels, fue encarnada por los teóricos Marshall Berman, estadounidense, judío nato del Bronx, por una parte, de frente contra el academicismo de Perry Anderson, cabeza de un comunismo partidario de excelencias publicísticas (la revista New Montly Review fue el medio). Para Berman, en su libro Todo lo sólido se desvance en el aire, la problemática del motor de lo social, independientemente de revoluciones, era la dinámica entre la “modernidad” y la “modernización”. El arte, uno de sus espejos, con la calle como sustrato. Mientras, la estrechez de miras de Anderson hizo negar periodizaciones, entre lo arcaico y lo moderno, y cualquier otra postura que no fuese la omnipresencia revolucionaria del sujeto histórico, el proletariado. El tiempo ha dado la razón a Berman. Pero no constituyó esa diatriba el caldo idóneo para revertir el progreso (creído omnipotente por los fundadores del marxismo), sino la literatura.

H.G. Wells, victoriano alucinante, miembro dimensional de una modernidad sin apellidos, hizo estallar la supuesta estabilidad del avance social y tecnológico, con Londres como escaparate, en La guerra de los mundos. La arcadia de órdenes económico, social y político, sin tacha, no era tal. El mundo (burgués) al alcance de la mano es vulnerable e irrisorio, pues los extraños ejercen su poder en la misma medida que los virus y las bacterias (la “masa invisible” de Elias Canetti), ya que podrían acabar con el género y la memoria cultural.

Aunque la realidad venció a la ficción. Hace casi un año, podría revertirse toda posibilidad digna para el asombro, el jueves 28 de agosto de 2003 se sucedieron apagones londinenses, y restos del Reino Unido que hicieron coro, inmovilizaron las entrañas de la capital británica. El metro estático y cerrado, los hogares cristalizados, por ausencia de fluido eléctrico, caídas de sistemas cibernéticos y la calle exánime regresaron el instante de una nada virtual Nueva Edad Media. Los apagones cronológicos de Nueva York, anexas y un sector canadiense no fueron casuales: son la pertinencia de lo vulnerable.

Regreso al seno materno

Curiosamente, los autores de La Nueva Edad Media emplazaron los universos de la reversión arcaica dentro de los horizontes de la ciudad, a la hora de la puesta en marcha de teorías y postulados del urbanismo naciente y de la arquitectura, soporte de “la casa de Adán en el Paraíso”, anhelo renacentista de la vida común y el espacio urbano al alcance. Allí se soportan las tensiones y las armonías; en donde la vialidad (en la que la instancia “electrificación” es fundamental) y los respiros al alcance del peatón transforman las diversas multiplicidades de una identidad: lo diverso de lo múltiple. ¿Panacea?, tal vez. Por lo pronto, una tentativa de remedio o de bálsamo ante el primer apagón (“¿qué cosas suceden?”, aliviaba la rumba de la II Guerra Mundial), acompañante en la espera de un nuevo ataque de virus cibernéticos. Volvemos a empezar.

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