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Mi amor sin vuelo (o mi pequeña venganza ante el encierro)

Por: Francesca Gargallo
¿Globalización?, gritaba como si la sola palabra pudiera convertirse en pregunta. ¿Globalización?, ¿Qué demonios quiere decir que en la globalización cierran los vuelos por una gripe?
La funcionaria de la línea aérea, con un traje sastre apretado de color rojo y camisa blanca de rayas azules, lo miró sin dirigirle la palabra. Sólo era asunto suyo informar que los vuelos se suspendían debido a una epidemia de gripe; los pasajeros despotricarían, hablarían de derechos, las madres llorarían diciendo que sus hijos las esperaban, los hombres de negocio le dirían que si no consideraba los riesgos a los que exponía a cientos de trabajadores por el retraso en los pagos que estaba provocando su compañía. La funcionaria lo sabía. Le pasaba cuando los huracanes, los terremotos, los golpes de estado o simplemente el mal tiempo la sacaban de su oficina en el tercer piso del aeropuerto y la obligaban a bajar al mostrador para enfrentarse a una humanidad que acababa de gozar de sus vacaciones y ahora exigía volver a sus rutinas, y lo hacía amparada en sus derechos. A veces le tocaba pagar comidas y hoteles; cuando podía, sin embargo, gozaba en reenviar señoras con maletas pesadísimas, jovencitas nerviosas o migrantes asustados al vuelo de mañana, a la misma hora, sin más.

¿De qué aldea global están hablando si se me puede encerrar en un país y no dejarme volver a casa?, seguía gritando el hombre. Un médico, un señor elegante, desencajado, incapaz de controlarse. Su hija se había caído de la escalera y tras rodar por dieciocho peldaños se había fracturado el fémur y ahora corría el riesgo de que un coágulo pudiera formarse y correr hacia su corazón de niña grande, o hacia su cerebro de pintora de mundos azules. Él necesitaba estar con ella, era su padre, era su médico.

La funcionaria le dijo que eran disposiciones oficiales, que las autoridades sanitarias de los países de Europa y América del Sur habían dispuesto cerrar las fronteras para evitar la propagación de un virus mutante, un N1H1 particularmente agresivo. Su traje sastre rojo acompañaba sus gestos pausados, de trabajadora de aparador. Qué fastidio que la gente tuviera sentimientos, parecía decir su hombro derecho que no se atrevía a levantarse porque sería descortés, pero demostraba el total desapego de la mujer del hambre, de la angustia, del enamoramiento que esperaba volver a su objeto de pasión, del rostro del hombre que seguía razonando acerca de qué globalización es la que detiene a las personas sin permitirle volver a su vida, la propia, no la del trabajo.

El hombre era alto, de bellas facciones, podría decirse que atractivo. Pero qué necedad: si no se puede, no se puede, se movió el hombro derecho de la funcionaria al interior del traje sastre rojo. Su hombro hablaba lo que su boca no podía decir. Y podía ser muy desagradable, vulgarmente burocrático.

¿Y las personas, cuándo las personas tendrán algún valor para la globalización?, seguía increpándola desde su traje de cáñamo café claro, bien cortado, que resaltaba un cuerpo saludable de mediana edad. No parecía un agitador comunista, ni un funcionario de partidos de izquierda, era un trabajador seguro de sí y de su profesión, bien vestido, con una lap top en el maletín, y la gente tras de él parecía darle la razón.

Cálmese, señor, o llamaré a los guardias para que lo retiren. Vuelva cuando la contingencia se habrá terminado. La prepotencia del nuevo poder que tenían los funcionarios en los aeropuertos se le notaba en los gestos, funcionarios de seguridades reconstruidas a partir de ataques contra la ciudadanía perpetrados por aviones tripulados. Su compañía aérea no podía garantizar ni siquiera cuándo se levantaría la suspensión de los vuelos, pero le otorgaba el derecho a llamar los guardias.

La funcionaria, mientras el hombre intentaba disimular su dolor con razonamientos, calculaba a cuál de sus colegas podría señalar para conformar la lista de los próximos despidos; con la carga de trabajo tan reducida seguramente recortarían el personal. Realmente no le importaba; la perra de la secretaria de sección, siempre con la misma cantilena de que tengo tres hijos que alimentar, lograba que el jefe le concediera más días de descanso de lo que ella podía tolerar, y el idiota ese, el jovencito con maestría, le caía muy mal: ¿para qué estudiar tanto si no iba a quedarse en la universidad? Uno de esos muchachos que creen saber más de administración de vuelos que ella con sus catorce años de experiencia. Le vendría igual que los corrieran, más bien le gustaría que lo hicieran.

La funcionaria mandó clausurar el mostrador; sus dos subordinados, una mujer con otro traje sastre rojo apretado y un muchacho flaco con faja de cargador por encima de la camisa blanca y los pantalones negros en la cintura, se habían calzado unos guantes de látex blanco y se habían cubierto la boca y la nariz con unas mascarillas anatómicas que les daban el aspecto de sobrevivientes de alguna guerra bacteriológica de película de bajo presupuesto. Los pasajeros intentaron retenerlos, rodeándolos. La funcionaria amenazó conjuntamente a los detenidos en el aeropuerto de llamar a los guardias, pero la amenaza no funcionó y ella sabía que ningún policía podría dispersar a personas desarmadas y no violentas que sólo pedían información.

El médico estaba ahora hablando por teléfono, su voz entrecortada acompañaba a veces el gesto desconsolado de su cabeza: sí, desde cuándo, cómo reacciona.

No era una paciente, era su hija, y él era de los médicos que amaban aún a sus pacientes. Les importaban, les reconocía un nombre, unos afectos. Estaba ahora del otro lado, era el padre de la enferma, casi la enferma misma, y no sabía ser paciente, nadie le había enseñado a serlo. Él era el que actuaba en las emergencias, el doctor, no el inerme que se metía en las manos de otro otorgándoles el poder de su saber todopoderoso. Por eso había ido a México cuando el hospital infantil se había visto invadido de neumonías, toses, edemas pulmonares sin precedentes. Más que un gran especialista, él era quien peleaba el derecho de los niños a tener la mano de su madre entre las suyas mientras unos enfermeros les picaban la carne, les golpeaban las espaldas, les lavaban sin cuidado. A esas niñas les dolía el cuerpo, y por lo tanto el alma. Querían que su hermanito les contara un cuento, que su tío las saludara con un osito en la mano, que sus amiguitas les mandaran cartas de la escuela. Como de costumbre, analizó, estudió, atendió casos y peleó contra funcionarios, sedujo secretarios de estado, se dejó odiar por sus colegas. Si se quedó dos días más fue por una niña casi adolescente, todavía recluida en el hospital infantil, pero sin un solo amigo, sin ningún estímulo que tosía, tosía y lloraba. Al principio únicamente pudo hablarle con los ojos: le suplicaban que le quitara el dolor de los huesos, del pecho que al exhalar se le hundía como las duelas astilladas de un barco que se hunde. Cuando la niña pudo hablar susurró gracias y le tomó la mano. El doctor quiso saber dónde estaba su padre, su madre, su hermana mayor, dónde estaba quien la quisiera. Cuando vio que nadie llegaba por ella, se quedó. Le contó una historia por la noche, le sonrió cuando abrió los ojos por la mañana. Finalmente una tía llegó a la cama de la enferma y él llamó a Mendoza para informar que regresaría. Su hija le dijo que urgía que él revisara su cuaderno de matemáticas. En realidad, le urgía abrazarlo y dormirse entre sus brazos por la noche, tras haberle contado tantas cosas que ya al padre se le había hecho tarde para ir al teatro, al cine y en su restaurante preferido se habían acabado las berenjenas rellenas.

Doctor, le habían dicho de la secretaria de salud: va a tener que pasar por una cuarentena; ninguna vacuna es efectiva y usted lo sabe. No puede volver a Argentina sin pasar por una revisión médica. Y el doctor aceptó, después de todo era su deber cuidar de la salud de toda la población. Luego le habían pedido que revisara, como un favor, doctor, nada más, dos casos clínicos que resultaban atípicos. Un día más de cuarentena. Cuando finalmente el chofer del hospital infantil se estacionó frente a la puerta de su hotel para trasladarlo al hospital, le llamó su madre. Su hija se había caído de esa maldita escalera empinada de piedra gris que nunca habían arreglado. Y había rodado primero de cabeza, luego tras dar dos tumbos, con los pies adelante hasta aterrizar con todo el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha, quebrándola.

Él sintió cada uno de los golpes en el cráneo, las costillas, la cadera, la espalda, la pierna de la niña contra la piedra, el dolor agudo del hueso que se rompe, la impotencia de un cuerpo joven cuando el dolor lo derrota y no puede levantarse, ni siquiera moverse. Lloró con su hija, la sensibilidad de su amor era tal que empezó a cojear y estuvo tentado de apoyarse en el hombro del chofer. Si bien era cierto que cada año reenviaba el arreglo de esa maldita escalera por la que se mató su tío abuelo a principios de la dictadura y de la que él mismo se había caído sin mayores consecuencias, no desvió su atención del dolor de su hija a la recriminación por su desidia. Pensó en el tipo de fractura, el tiempo que le tomaría a la niña rehabilitarse, en los cuidados y los mimos que le prestaría. Pensó en que tenía prisa, una prisa de los mil demonios por llegar con ella. Entonces alguien en Mendoza arrebató el teléfono de las manos de su madre. Era un colega, un internista. Había surgido una complicación. Por el tiempo de traslado del campo a la ciudad, la niña había sido atendida con cierto atraso y un coágulo se le había formado, lo suficientemente pequeño como para no quedarse atorado, lo suficientemente grande como para no diluirse en forma natural en tiempos los suficientemente cortos. Los riesgos, pues él conocía los riesgos. Sí, harían todo lo necesario, que no se preocupara.

Desde ese momento, llegar era el único horizonte posible. Llegar a tiempo, es decir curarla, atenderla, rezar aferrado de su mano. No, no, nadie debía, nadie podía detenerlo. Menos la decisión de las autoridades sanitarias de su país de considerarlo un apestado, alguien semejante a un untor medieval de la peste moderna, un trasmisor, o como le hubiese dicho su padre que en 76 años nunca salió de su provincia, un idiota que va a buscarse daños a otra parte.

¿Cómo era posible que una secretaría de salud pudiera buscar aliados en los médicos de la región y luego no los ayudara a volver a su casa?, preguntó a la secretaria del director del hospital infantil cuando al borde de las lágrimas le pidió que le ayudara a subirse al primer avión que despegara rumbo a Argentina. La mujer le dijo que no desesperara, que ella vería qué podía hacerse. Y en efecto llamó a secretarías de estado, aeropuertos, fuerzas aéreas. Nada que hacer: ni el avión presidencial podría aterrizar en ese momento en suelo argentino. Pero, qué carajo, perdió la compostura la secretaria del hospital infantil mientras hablaba con el ministerio de exteriores argentino: nosotros no les cerramos las puertas a sus compatriotas cuando la epidemia de dengue hace unos meses.

El doctor volvió a llamar a Mendoza. Su colega estaba ahora en la sala de urgencia con su hija y su madre sólo sabía que le habían inyectado grandes cantidades de anticoagulantes, que por días y días habría que cuidar que la niña no agachara la cabeza. El doctor cerró los ojos. Y gritó improperios contra la funcionaria de la aerolínea que en ese instante estaba intentando calmar a los enfurecidos viajeros que reclamaban su derecho a volver a casa. ¿Qué demonios de globalización era esa por la que podían viajar el petróleo y la carne pero no las personas?

El doctor llamó a la embajada; la cónsul, otra funcionaria en traje sastre, contestó con una voz demasiado aguda que ella no podía hacer nada. El doctor le ordenó que viniera al aeropuerto. Ni que fuera mi deber correr a todos los lugares donde los argentinos pierden sus derechos. Sí, señora, ese es su deber, le contestó con un tono tan duro que en efecto la cónsul llamó a su secretario, se subió al auto y se dirigió a toda prisa hacia la terminal internacional, incapaz de entender por qué lo hacía si no tenía una respuesta a las preguntas que seguramente le formularían.

La influenza porcina, no la gripe mexicana, no la influenza humana, ¿cómo demonios debía llamarla después de que el presidente israelí prohibió que se relacionara la pandemia con los puercos porque de lo contrario los médicos judíos y musulmanes se negarían a atender a los enfermos portadores de una enfermedad ligada a un animal impuro?, pues ese demonio de H1N1 estaba por convertirse en pandemia y los países más atentos a la salud de su población como Cuba y Argentina no podían permitir el libre flujo de personas desde países donde la crisis sanitaria… Boludeces, pensó. Pero era su única salvación, aferrarse al discurso oficial, no cambiarle una coma. Pues países atentos a la salud de su población como Argentina, ¿diría que también Cuba? Sí, sí ese era un país de izquierda y de los países de izquierda se duda de todo menos de su sistema de salud, pues países atentos a la salud de su población debían tomar las medidas cautelares, etcétera, etcétera, etcétera.

Cuando la cónsul llegó a la Terminal 1 del aeropuerto, en otra puerta estaba bajando de un taxi la secretaria del hospital infantil para ir a atender a ese médico tan gentil que había venido para ayudarlos cuando se le había llamado, y también bajaba de un auto oficial el primer secretario de la embajada alemana, un subsecretario de salud indignado e ignaro de lo que le esperaba, la secretaria de cultura de la embajada de Cuba, una histérica funcionaria de la embajada italiana y media docena de periodistas. Aerolíneas Argentinas, Cubana de Aviación e Iberia habían cerrado filas contra los derechos de los viajeros. El doctor pasaba de intentar comunicarse con un colega, el que fuera, al interior del quirófano donde su hija era intervenida, a gritar contra la funcionaria en traje sastre rojo que de qué demonio de globalización se había hablado por años. La mujer a cada instante se hacía más impersonal; de pronto se convirtió en una estatua de sal móvil que con el placer que un embutido podría experimentar al ser ajeno a todo lo que le rodeaba, una mortadela, un fiambre, repelía los asaltos de señoras con bebés hambrientos que lloraban a gritos, de ancianos asmáticos, de niñas asustadas que querían a su mamá: no podremos pagarles su estancia en México, repetía con tono de contestadora automática: no es responsabilidad de la aerolínea, la situación no está bajo nuestro control.

La misma voz anodina salía del cuerpo envuelto en traje azul de la funcionaria de otra aerolínea y del cuerpo masculino del funcionario de otra más. La policía aeroportuaria se veía, por el contrario, a cada instante más alterada. Hubiese podido decirse que algunos de sus guardias se identificaban con los pasajeros, de no ser que los periodistas sabían que lo único que los mantenía en duda era no recibir órdenes precisas. Los policías tenían un miedo mayor a no cumplir con la represión de lo que fuera que a ser juzgados por abuso de poder o violación de los derechos humanos, pero estas últimas denuncias empezaban a preocuparles. Ya nadie podía ejercer su trabajo en paz. Además, ni modo de sacar las armas en pleno aeropuerto. Así que se movían como bestias nerviosas entre las puertas de acceso a los paradores de las líneas, las butacas de pasajeros, las entradas de los elevadores y los largos pasillos que conectaban entre sí oficinas, los restaurantes cerrados desde la implementación de la fase 5 de la contingencia sanitaria y las tienditas atendidas por empleadas disfrazadas de astronauta.

La cónsul argentina en un primer momento se alineó del lado de la funcionaria de traje sastre rojo, las dos eran funcionarias, las dos eran jóvenes sin serlo ya demasiado, las dos llevaban tacones y si alguien les hubiese recodado las luchas de las mujeres gracias a las cuales ellas podían percibir un salario por el que muchos hombres babeaban se habrían molestado. Por dios, que nadie las confundiera con feministas, ellas eran femeninas y trabajaban mucho más que un hombre. Pero algo sucedió de pronto. El doctor empezó a gritar por el teléfono: llamen al cardiólogo, que la intervengan de inmediato, y luego se dobló sobre sí mismo. En ese instante se cortaron las comunicaciones. La policía se puso más nerviosa. Los pasajeros detenidos subieron el tono de sus protestas. Entonces la cónsul dudó. El doctor lanzó su celular hacia el pasillo, las ruedas de una maleta pasaron por encima de él sin aplastarlo.

La cónsul se dirigió hacia el doctor, los demás pasajeros la rodearon, algunos agitaban amenazadoramente los puños frente a su cara. Ella les dijo la verdad: no podía hacer nada, todas las pistas del país estaban cerradas para los vuelos provenientes de México. Quería decirle al doctor que se fuera a Chile y de ahí cruzara los Andes en auto sin decir que venía de México. Era una falta a su deber, era una inconsciencia, era una burla, pero no se sentía capaz de permanecer impávida ante el dolor del hombre. No sabía cómo decírselo sin que los demás la oyeran. El hombre estaba ahora enteramente doblado sobre sus piernas, necesitaba sentir ese coágulo en su propia sangre, si a él se le detenía el corazón entonces su hija estaría en sus mismas condiciones, si él sobrevivía ella también… Pensamiento mágico: él único que permite sobrevivir al terror.

A sus espaldas una voz rota por la rabia hacía el recuento de las contradicciones proferidas por la prensa y los funcionarios de estado: un día los muertos eran 149, al día siguiente habían bajado a 6, luego subían a 12, finalmente se anunciaba que debía comprobarse que los 2600 casos de infectados fueran reales. Nadie entendía por qué si se trataba de una pandemia sólo los mexicanos morían, por qué si no era influenza porcina igualmente la gente entre 20 y 40 años de repente se moría de neumonía.

Muchas más voces se hicieron eco de la primera voz rota. La rabia crecía. Rápidamente se cancelaron los vuelos a Montevideo y Sao Paulo. La cónsul pensó que pronto cerrarían también los vuelos a Santiago de Chile y que el doctor entonces no tendría oportunidad de escabullirse entre los permisos, las prohibiciones y las fronteras internacionales que ninguna globalización había desaparecido jamás.

El funcionario alemán logró convencer a los pasajeros que se dirigían a Frankfurt que no viajaran a menos que no tuvieran motivos urgentes para hacerlo; a todos pidió ciertas medidas profilácticas y pronto el vuelo de Lufthansa pudo embarcar. En AirFrance la situación era bastante más conflictiva y ante el mostrador de Iberia ya se habían dado casos de insultos personales y empellones. Los periodistas tomaban nota de todos los acontecimientos.

La cónsul argentina logró acercarse al doctor en el momento mismo en que la secretaria del hospital infantil le apoyaba una mano en el hombro y le prestaba su celular para comunicarse con la dirección del hospital general de Mendoza. Los anticoagulantes habían surtido efecto, el trombo se deshizo antes de llegar al corazón, la vida de la niña ya no corría peligro, nomás que ahora la pierna no podía ser intervenida y arriesgaba varias operaciones posteriores o la cojera. El doctor se abrazó de la vieja mujer que empezó a acariciarle la cabeza como una madre. Quiero irme, le dijo sollozando. Lo sé, le contestó la secretaria. La cónsul se quedó con la mano derecha diligentemente sostenida por la izquierda en su regazo, con un gesto de impotencia y buen comportamiento realmente digno de una educación esmerada.

En ese instante a una señora se le ocurrió que había que vengarse del gesto displicente de la mujer de traje sastre rojo. Lo pensó con detenimiento. ¿Qué hacer con esa arrogante y fría empoderada que se sentía superior a sus dudas, sus necesidades, sus miedos? Se le acercó lo suficiente como para que su aliento fuera percibido por funcionaria de aerolínea, le espetó toma hija de puta y le estornudó en la cara. Un instante después, como si la epidemia no hubiese esperado otra señal para manifestarse, cientos de pasajeros enfurecidos estaban estornudando sobre los rostros de todo tipo de empleado, funcionario, cargador, azafata. Los mismos policías se vieron asaltados por enjambres de viejitos estornudantes que los lanzaron al piso, las manos ante los ojos, suplicando no, por favor no.

1 comentario:

Sheherazade Bigdalí dijo...

Maravilloso.
Maravilloso.