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La realidad supera a la ficción... y viceversa

Cuanto se diga sobre Tijuana y Ciudad Juárez, en este momento, se creería a la letra, no importando cuan delirante parezca. ¿Será por eso que resulta tan sencillo asimilar lo expuesto por Heriberto Yépez en Al otro lado? ¿En donde radica la originalidad de esta novela que, aparentando ahondar en un asunto, no por cotidiano menos espinoso y acaparador de la atención pública, logra darle un giro drástico?
Al otro lado es un título engañosamente fútil, que hace pensar más en los Almada BROS que en Heriberto Yépez… pero todo aquí es engañoso. Conforme se avanza en la lectura, sin embargo, descubres que ese “otro lado” trasciende el espacio geográfico: se trata también de una circunstancia vital, por llamarle de algún modo a esta suerte de limbo donde los vivos más bien están muertos, esto es, transitan en estado intermedio, fronterizo –nunca mejor empleado el término-; oscilando entre estar y no; de este lado pero también del otro: cruzar la frontera, nos ha dicho Yépez en incontables ensayos, es un estado de ánimo más que acción o propósito: ¿cuántos no se quedan suspendidos/ varados en ese espacio neutro entre la intención y la hazaña?
Tiburón, el protagonista, por poco y no alcanza estatus de ser humano. Al momento de arrancar la novela, de hecho, se encuentra a término su proceso para ya no serlo. Su único apasionado afecto es el phoco, droga basura fabricada a partir de residuos de cocaína, raticida y el polvillo que le da nombre, obtenido de los focos fundidos y que, según la novela, constituyen el principal contaminante de Ciudad de Paso. Parece cosa de locos que se pueda subsistir a base de mezcolanza tan letal, pero Tiburón no solo la sobrevive: sobre-vive en función a ella. Hasta aquí pudiera intuirse que los sucesos narrados no por Tiburón, pero sí desde su punto de vista, pudieran ser efecto de la carne molida en que ha quedado convertido su cerebro. Nunca lo sabremos, y qué bueno. Existe el Cholo, su inseparable mascota. Lo sabemos porque quienes cohabitan con él asumen el cuidado del animal. También Cebraphone existe, inesperado “regalito” de un poli corrupto –perdón por el pleonasmo-. Existe también la sufrida Christa, carro útero de Tiburón… y Quintero, amo y señor de la pensión para los que los que llegan de paso, y Yulay, que en aquel mundo donde el crimen es ley comete el único pecado imperdonable: ser maricón.
Tiburón es más que inquilino en aquella pensión donde reculan los sureños que planean pasar “al otro lado”. Tiburón es coyote de baja estofa –hasta en el coyotaje hay jerarquías, qué caray-, inmerso en esquizofrenias paralelas; la de su cabeza y la que transcurre fuera de la misma. Dos horrores colapsados. Dada su condición semi bestial a la que lo reduce el phoco, resultaría inexacto sugerir un acercamiento psicológico del autor con su personaje, pero Yépez se zambulle temerariamente en las cloacas que otros llaman “alma” y esboza un inquietante retrato de la patología del individuo en cuestión. ¿Amor? ¿Quién no invoca al amor hasta cuando se está muerto-vivo? Elsa, por un lado, la madre de su supuesto hijo, quien comparte su adicción. Elizabeth, por otro, la recién llegada cuya belleza le granjea ciertos privilegios –por llamarle de algún modo- al interior de la pensión. Tiburón, como cualquiera que no necesariamente viva bajo los efectos de alguna droga –bastarían las telenovelas y las canciones pop- se convence, en ambos casos, de estar enamorado. Ama a Elsa y ama a Elizabeth. A Elsa porque es un monstruo del todo semejante a él mismo. A Elizabeth porque está “comprometida” con un suspirante del sueño americano y es por ende corrompible. Tiburón termina por convencerse de que solo tres cosas merecen su confianza y hasta su afecto: ya sabemos cuales. Su propio hijo, o quién él cree que lo es, terminará apuntándole a la cabeza junto con otros niños también producto de el phoco.
El aspecto sociológico de Al otro lado es todavía más apasionante que el argumento en sí. La sociedad aquí recreada guarda ecos de aquella que, a los que no habitamos la frontera aquella –la gangsteril, la sórdida, la desbordada- nos llega a oleadas a través de leyendas que nos hacen desear no estar ni siquiera aquí para no verla ni de lejos. La virtud elástica de la frontera, que en realidad son muchas, soterradas unas más que otras, permite al autor realizar una fusión con lo peor de cada una. Confieso que mientras leía, entregada más a la ingenuidad del lector que a la sagacidad del crítico, no cupo en mí lugar para la duda respecto a la autenticidad de aquella pensión para suspirantes, regenteada por Quintero, medio hermano de Tiburón y de Yulay, negocio redondo si atendemos las espectaculares estadísticas de persecutores del American dream. Pero tratándose del autor de El matasellos y A.B.U.R.T.O no podemos irnos con la finta de que ha escrito una novela “fácil”, incluso amena –aunque el terrible mundo que recrea difícilmente admitiría el calificativo “ameno”-: seguro amerita una segunda, hasta una tercera lectura y, ¿por qué no?, algo de turismo periodístico. ¿Hasta qué punto Ciudad de Paso es contemporánea? ¿Hasta donde profética?
Al otro lado, para terminar, no es una novela complaciente. Va dirigida a un lector altamente sensibilizado con una pesadilla que lo atañe y que justifica que existan Tiburones que prefieran vivir bajo los efectos del phoco. Último paliativo propuesto para el lector: hablar mejor en inglés. “-Mi padre me dijo que hablar en inglés me sacaría de este sitio. Y también él decía que si uno habla en inglés lo que sentimos, no lo sentimos tanto.” (p. 146).

Al otro lado
Heriberto Yépez
Planeta, 2008
322 pps

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