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¡Abran la puerta!

Por Graciela Ramos Dominguez
En la oscuridad de las tres de la mañana fui arrancada del mas profundo sueño por insistentes llamados a la puerta de mi casa, y cuando aun medio dormida atiné a preguntar por el interfon quién es, en respuesta escuché las apremiantes voces desconocidas que me exigían ¡Baje a abrir la puerta, somos militare; baje a contestar unas preguntas¡
Escuchaba sin creer que fuese real aquella fuerte voz pidiéndome llevar a cabo una acción tan insólita como riesgosa: dejar entrar en la madrugada a unos extraños a mi casa. Durante unos segundos fue muy desconcertante pero ya luego absolutamente aterrador.
La mente nos protege ante el peligro con juegos de confusión. Ya que el teléfono en mi buró es a la vez interfon, yo pensé, o preferí suponer, que no era la puerta, sino una llamada telefónica. Pregunté entonces quién era. La respuesta fue igual, ¡Somos militares, abra, somos del ejército!
Aún así, respondí que era número equivocado…extraña protección del sub consciente. Afuera seguían insistiendo. Aun sin salir de la cama pedí me dijeran con quién deseaban hablar. La respuesta fue a gritos y me hizo levantarme y buscar una bata: ¡Estamos afuera de su casa, somos del ejército, baje y abra ya!
Todavía traté de separarme de aquella pesadilla kafkiana e incomprensible. La frase de bajar a abrir la puerta, denotaba una equivocación, el problema entonces no sería conmigo, porque decían que bajara ¿bajar a dónde? si mi recámara y la de mi hijo están en la planta baja. Una breve palabra equivocada, esa nimiedad, de inmediato la convertí en un gran significante para que mi razonamiento me otorgara una leve protección, un permiso para soslayar el asunto. Todo está bien y sin problemas, sólo estaban equivocándose de casa, me dije.
Caminé hacia la entrada sin hacer ruido, el timbre de teléfonos de la recámara de mi hijo falla algunas veces, y él no había escuchado nada; así estaba mejor, pensé, no quería despertarlo. Yo seguía escuchando las voces por el inalámbrico mientras iba caminando hacia el vestíbulo, esperando convencerlos de que se fueran.
Cientos de imágenes pasaban por mi pensamiento, cuántas veces los supuestos soldados resultan no ser soldados sino facinerosos con uniforme; o cuántas veces los soldados persiguen y alcanzan a su presa que resulta ser la persona equivocada; cuántas funestas experiencias habíamos vivido en los últimos años en la ciudad: los llamados levantones; los infames secuestros; los allanamientos patibularios; los cobardes asesinatos a sangre fría, cuánta gente que no merecía ser ultimada en horrendos crímenes que aun nos duelen tanto. Pero afuera, las voces porfiaban, demandándome abrirles.
Llegué hasta la puerta de madera, y por los laterales de vidrio esmerilado pude percibir una figura, quizá eran dos, no lo sabía por la oscuridad porque ni siquiera prender luces me pareció prudente. Y allí seguían, insistiendo con sus gritos, apurándome a abrirles, sólo repetían la misma cantaleta.
No voy a narrar los veinte minutos interminables de intentar negociar, donde yo hacía acopio de fortaleza y les requería decir sus nombres, sus grados, el nombre del jefe, alguna identificación, que mostraran una orden escrita; hasta llegué a ofrecer contestar sus preguntas pero con puerta cerrada.
En vano, cada pregunta era respondida igual: Somos del ejército, tiene que abrir ya. Y las voces subían de tono y me enervaba la repetición constante de que debían hacerme unas preguntas. De qué, y por qué, insistía yo, pero no me daban informes. Sólo exigían que yo abriera. Les dije que no abriría a extraños, pero en el fondo bien sabía que de continuar negándome podrían tumbar la puerta. Volví a asomarme por el vidrio y ahora vi más sombras entre las sombras, ya eran como seis bultos, o bandidos, o soldados, qué sé yo. En vano agucé la mirada buscando las unidades móviles, al menos si lograba ver sus camiones podría tenerles cierta confianza, pero nada, solo ellos, estoicos y fantasmales, amenazantes, como manchas brotando en la noche. Uniformados, sí, lograba ver que parecían uniformes, y que llevaban pasamontañas todos, menos el que iba al frente.
Por mis voces se despertó mi hijo José, que tiene 24 años. Sólo él y yo habitamos la casa ya que mis hijas viven cada una aparte y hace ocho meses murió mi marido. Mi hijo llegó entonces hasta mi y cuando lo enteré de lo que pasaba sugirió llamar por teléfono a mi hermano Hugo, cuando menos para que supiera la situación. Asi lo hice y acordamos los tres acceder a las demandas de estos hombres pero aun así le pedí tiempo a mi hijo antes de abrir. No lograba decidirme a quitar llave y pasadores de la puerta. Él me animó a hacerlo diciéndome que ya estábamos los dos juntos y que de una vez viéramos qué buscaban.
Recordaba yo con gran temor algunos hechos pasados en la ciudad, donde intervenían soldados, policías, narcotraficantes. Un caso en especial que fue contra jóvenes, hace algún tiempo, algo muy sonado. Publiqué en su momento un texto sobre la muerte de estas dos víctimas inocentes que fueran ultimados por el Boulevard Hidalgo en una confusión. Recuerdo bien que describí en mi artículo aquella imagen de sangre en el asfalto. Recordaba también la impotencia y el dolor y mi desánimo ante el caos en la ciudad. Luego, en febrero del 2008, la muerte de periodistas, del amigo poeta, muriendo en medio de fuegos cruzados. Ya nada era igual… por hechos así dejé de escribir, dejé de publicar por desánimo y decepción, viendo como mi Reynosa querida iba disminuyéndose irremisiblemente, viendo cómo la criminalidad pero también la impunidad y la corrupción nos sobrepasaban.
Ahora, aquí en casa estaba el ejército, o al menos eso me decían ellos, y querían entrar en la madrugada y sin mayor explicación. El ejército está para protegernos, sí, quise convencerme de ello. Recordé cuando nos azotó el huracán Behula, yo era recién casada y estaba viviendo en un campamento petrolero, y mi esposo médico de campo haciendo su servicio social se unió a las brigadas de salvamento, se iban en los helicópteros a llevar alimentos y medicinas, las parcelas estaban inundadas y sólo se salvaban pequeños islotes donde permanecían hacinados los campesinos. Vivíamos en una caseta, sobre esos montículos era el campamento y teníamos los medicamentos del consultorio adjunto. Entonces hicieron su labor los médicos, hombro con hombro con los soldados y todos contribuíamos. Los soldados son pueblo, sí, pero aquellos tiempos me parecían tan lejanos.
Ahora heme aquí, sintiéndome tratada como criminal. Para qué servía entonces todo este vivir, el trabajar, el no hacer daño, para qué servía el idílico paisaje de antaño cuando nos sentíamos a salvo al saber que en nuestra familia no había criminales, a quién le importaba la honestidad de los abuelos. Pensé en mi padre, su rectitud, valor civil, gran calidad humana, pensé en mi abuelo materno tan cercano en mi infancia y toda su sapiencia y cultura, pensé en nuestras familias que desde siglos atrás decidieran vivir en estas tierras y trabajarlas honradamente, pensé en mi esposo que dejó huella de honesta trayectoria personal y ética médica, pensé en mi madre amorosa y bienhechora, en mis querido hermanos, hijos y nieta, en mis amigos y en todos mis seres amados y en el destino que nos espera. Deseaba convencerme de que nada malo podría sucedernos a mi hijo y a mí en esos momentos.
Ahora habíamos quitado ya los pasadores y con la puerta abierta, sin movernos mi hijo y yo, teníamos frente a nosotros a los soldados. El militar sin pasamontañas nos advirtió que iban a entrar a la casa porque buscaban droga. Mis ojos atónitos deben haber expresado mi indignación. Pero igual siguió el hombre dispuestos a pasar. Dije que no teníamos nada que esconder, pero que esas no eran formas. Y él respondió que el que no tuviera delito qué esconder no debía ponerse nervioso. Y cómo quiere que me ponga con su llegada a estas horas, le pregunté; además, el decir nerviosa es poco, estoy aterrorizada. Esta vez, sí agregó algo nuevo, replicó que buscaban a unos hombres que habían escapado en una revisión cercana a mi calle.
Bueno, ahora al menos había un motivo medianamente congruente, si eso hubieran dicho antes se hubiera reducido en algo mi pánico. Pero supongo que no les dan clases de diplomacia ni están preparados para tratar con la población civil. Sin embargo, sus superiores podrían enseñarles que es de elemental educación tranquilizar a la gente inocente en estos casos.
Si hasta los vendedores de puerta en puerta saben establecer lazos de confianza, por eso inician su perorata con joviales frases como: “Señora, andamos visitando a todos sus vecinos porque les traemos un regalo de la compañía… etc.”) La frase es tramposa de origen, pero aun siendo tan ingenua y torpe lleva un dejo de amable cortesía, hay una intención no malévola, resulta comunicativa. Creo que hubiera sido menos impactante escucharles decir que registraban todas las casas porque perseguían narcotraficantes escapados por el rumbo, o no sé; pero hay modos.
Mientras yo cavilaba en todo esto, el soldado mi miró fijamente y dijo que procedería a revisar la casa pero más valía que no estuvieran aquí sus perseguidos porque de ser así, dijo, “Me los llevo”.
Yo interpreté con esa frase que se llevarían a todos, entiéndase a nosotros también. En cambio mi hijo José piensa que se refería sólo a los maleantes. Igual da, en este caso, la anfibología de la palabra “los” se presta para ambas intenciones.
Los civiles deberíamos estar acostumbrados a la presencia militar y sin embargo en lo personal me resulta muy difícil poner cara de felicidad cuando los veo por las calles de mi ciudad. Mi amiga Alma Caso recientemente me aconsejaba tratar de verlos como lo que son, personas que trabajan para nuestra protección, como gente buena y noble, me decía que los soldados son muy respetuosos. Claro que ella, siendo hija del General José Antonio Caso, no tiene temores, tiene bien definida su perspectiva. Yo, en teoría, pienso exactamente igual que ella. Pero en lo emocional, quién sabe, en esas condiciones en que llegaron no estoy tan segura de que sean recibidos con gusto en ninguna casa.
Había que dejar pasar a los soldados. Estaban dispuestos a entrar.
Me encomendé a la Virgen de Guadalupe con devoción, y como sólo quedan dos instituciones sagradas en México: una es la virgen, y la otra es el ejército, busqué encomendarme también a una figura militar.
Pensé inmediatamente en mi figura unión entre milicia y sociedad civil. Esa figura ha sido aquí en Reynosa durante muchos años, porque su arraigo en la sociedad así lo ha dispuesto, la figura del Doctor y General José Antonio Caso.
Y así, por el respeto y aprecio que él me merece, como hombre de gran cultura, por la confianza a su imagen, por el afecto entre él y mi padre, y de su colega médico, mi esposo, y él, y por la profunda amistad que me une con su hija Alma, lo invoqué como figura militar protectora.
Antes de hacerme a un lado para dejar pasar a los soldados les hice saber: :
Los dejo entrar confiada en las palabras que escuché del General Caso, quien sostiene que el Ejército está haciendo su trabajo con respeto y responsabilidad, y nunca tendrá intenciones de hacer daño a la población.
Al oír esto, el soldado que se disponía a entrar a mi casa seguido por su gente, se quedó callado mirándome por un instante…luego asintió con un movimiento de la cabeza y me dijo: Con su permiso, vamos a pasar, señora.
Para entonces ya con la luz encendida pude ver que se trataba de una docena de soldados, la mitad entró a la casa a revisar el patio, guiados por José Alfonso, y los demás se quedaron conmigo en el vestíbulo.
El cuerpo humano procesa sustancias especiales, casi mágicas, ante el peligro, algo nos da para defendernos, y también reacciona mágicamente cuando nos asimos con fe a una esperanza, y así, comencé a sentir mayor lucidez y fortaleza.
Un minuto, o un minuto y medio después de haber entrado a la casa, salieron los soldados en orden; no encontraron nada.
Al retirarse los militares, cerramos la puerta echando todas las llaves de nuevo, pero al instante volvieron a tocar: Querían que les proporcionara la dirección; no sabían ni el nombre de la calle ni el de la colonia. Les dimos los datos y los despedimos.
Todo esto sucedió el martes 28 de abril de 2009 entre tres y tres y media de la mañana.
Al día siguiente supe por los vecinos que los soldados estuvieron hasta medio día haciendo guardia en esta calle Perales de la Colonia Jardín, donde habían encontrado mucha droga en una casa cercana. Los camiones y hummers y demás transportes militares que nunca pude ver en la madrugada, habían estado por allí todo el tiempo, pero quedaban fuera del rango visual desde mi puerta.
Las muy recientes palabras de Alma y de su padre el General Caso, me dieron confianza, quizá la única esperanza de tranquilidad, para tener el valor de abrir la puerta esa madrugada. Y es que no había de otra, o abría o abría.
Quisiera que estos hechos no se repitieran, que jamás le sucedieran a nadie ya, pienso que sería muy peligroso para alguien con problemas cardiacos. Afortunadamente no sufro ese padecimiento, pero me ha quedado una migraña y también insomnio. Cuando logro dormir me pasa lo que nunca antes: ahora tengo pesadillas. ◘

Reynosa, Tamaulipas, mayo 2 de 2009

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